Milton Zambrano y su hija Margarita Rosa Zambrano Curcio
Milton Zambrano y su hija Margarita Rosa Zambrano Curcio
Foto
Cortesía

Share:

Se nos fue el gran maestro, el amigo de todos

Homenaje póstumo de su hija, Margarita Zambrano Curcio, al profesor, historiador y columnista de Zona Cero.

Por Margarita Rosa Zambrano Curcio

Nunca imaginé que me tocaría escribir estas palabras tan pronto. Mi papá era una de las personas más fuertes que he conocido, siempre lo imaginé dando lata hasta una edad muy madura. Se nos olvida que todos somos frágiles y que venimos al mundo con nuestros pasos contados.

Meses previos al fatídico 21 de octubre de 2023, vivimos los días más duros y angustiantes de la vida. Una caída por el desperfecto en una máquina de gimnasio nos arrebató la paz. A mi papá le quitó la independencia y la buena salud de la que había gozado hasta ese momento.

Desde entonces y hasta la fecha de su muerte, nos debatimos entre hospitales, salas de urgencias, médicos, cirugías y terapias. Y cuando pensábamos que había pasado lo peor, que habíamos superado las pruebas más duras, lo peor llegó. Se nos fue el padre, esposo, amigo, escritor, periodista, historiador y maestro. Nos llamaron a mediodía del sábado 21 de octubre de 2023. Cuando recibí la llamada lo supe. Se quedó dormido, se fue en su última siesta. Una forma de partir muy a su estilo. No se hubiera ido de noche porque la noche reactivaba sus temores más profundos y porque en su añorada “siesta” de todos los días, siempre encontró el alivio que necesitaba. Descansó de manera definitiva.

Milton Zambrano el día de la boda de su hija Margarita

Tengo que decir que ha sido de los dolores más grandes que he sentido. Sobre todo, porque en los dos meses previos a su muerte nos acercamos como nunca antes.

Tuvimos largas charlas en la clínica, en especial en los espacios previos a sus cirugías, en los que me pidió expresamente que lo acompañara.

Hablábamos durante 2 y 3 horas sin parar. Porque eso sí, nunca dejó de hablar ni de comer. Las pasiones que pudo mantener, las mantuvo hasta el final.

Hicimos planes para viajar a Canadá y me pidió que le diéramos nietos pronto, me dijo: “¿Cuándo me vas a dar mis nietos? Tengo 72 años, estoy viejo. Necesito nietos ya. Quiero que sean mellos, que sean dos, y no te embaraces; busca otra forma de tenerlos porque si te pasa algo a ti, eso yo no lo aguanto”.

No fuimos a Canadá, papi y no conociste a tus nietos en este plano terrenal. Me sentí culpable por eso. Lo cierto es que siempre que alguien se va nos quedarán en el tintero planes por hacer, cosas por vivir juntos, ciudades por visitar, libros por leer y experiencias por compartir.

Siempre nos hará falta algo. Así que me quedo con el consuelo de haberle demostrado lo mucho que lo quería. De transmitirle la seguridad y la paz que necesitó en esos días difíciles.

Hice a un lado el pasado y lo amé como nunca. Lo entendí, lo consolé, le limpié la cola (Con el pudor que siempre me tuvo, tapándose para que no lo viera y renegando), lo levanté de la cama con fuerzas que no sabía que tenía, le escribí sus últimas columnas, lo escuché cantarle a las enfermeras, lo secundé en sus salidas al pasillo de la clínica (lo manteníamos en secreto para que mi esposo no nos regañara por saltarnos las recomendaciones médicas).

Milton Zambrano Pérez

Le envié pollo peruano y croissant al hospital, porque estaba aburrido del puré de papas. A escondidas y sin consultar porque la rebeldía siempre nos acercó. Le armé una “tiendita” en el cuarto. Por recomendación de mi esposo le regalaba galletas a los médicos y enfermeras, y poco a poco se fue ganando su cariño.

Leímos, reímos, hicimos bromas. Me decía “Llámame a Rosa que le voy a cantar una canción”. Y yo llamaba a Rosa.

También lo regañé cuando tocaba. Le decía “Cálmate que la gente no tiene la culpa de que estés enfermo”. Y me tocó pedir disculpas por él, cuando el dolor y la incomodidad lo hicieron reaccionar mal. Nos acercamos tanto que es imposible no llorar con el recuerdo.

Me hubiera gustado que ese momento se hubiera repetido muchas veces más en la vida. Pero fue como tenía que ser. Y soy la más afortunada por haberlo arropado al final de sus días.

Te recuperé papi. La niña que siempre te admiró, que te idolatró, que te vio como un referente, no sólo académico sino también como un ejemplo de vida, volvió a conectarse con esos sentimientos. Me decías: “Si ves, hija, no hay amor más puro que el de una hija por su padre o el de un padre por su hija. No está mediado por nada, es desinteresado”.

El profesor e historiados Milton Zambrano junto a su hija Margarita

Y si, nuestro amor superó las diferencias, la enfermedad y el pasado. Fuimos un nuevo padre y una nueva hija. No reconectamos, reconocimos, aceptamos y entendimos.

La lección fue mejor aprendida en su velación y sepelio. Aparecieron sus estudiantes, amigos, colegas y familia; con historias que a hoy me siguen sorprendiendo.

Lo incontables mensajes no se hicieron esperar. Sus exequias fueron para mí el peor momento en mucho tiempo, pero también el momento más honorable de mi vida. Nunca me había sentido tan orgullosa.

Las incontables expresiones de solidaridad, el llanto desconsolado de sus estudiantes, las historias con las que venían; tantas personas que tocó, tantas vidas que transformó, tantos sueños que forjó.

Si ha habido momento en la vida en el que me he sentido honrada y orgullosa de haber sido su hija, fue ese. ¡Cuánta admiración sentí y siento!

En algunos de los homenajes que se hicieron póstumamente, uno de sus estudiantes nos agradeció por habérselos prestado, pues sabía que la entrega a la Universidad del Atlántico, a sus estudiantes, a la academia por tantos años, implicaba menos tiempo con nosotros, su familia.

Y así fue. El propósito de la vida de mi padre, su aliento vital, fueron sus estudiantes, su Universidad, sus investigaciones, sus libros, sus columnas, enseñar. Vivió para aprender y parar transmitir ese conocimiento.

Sé que nos amó, a mi madre y a sus tres hijos con toda el alma. En torno a nosotros giraron las últimas conservaciones. Yo, en especial, sentí sobre todo al final, la grandeza de ese amor puro de padre e hijo.

Pero él se entregó de cuerpo y alma a la academia y a sus estudiantes. Su logro más grande fue formar generaciones de historiadores y ser no sólo un padre académico sino también un maestro de vida.

Fue generoso y desprendido. No dejó nada material. Tenía sus 10 camisas y 10 pantalones de vestir. Su ropa de gimnasio que era su ropa de ir al cine, a hacer mercado, al parque, a todo. Su mayor tesoro eran los libros que escribió, sus columnas semanales de Zona Cero y los miles de archivos digitales que guardó en su computador.

Vivió intensamente e hizo lo que quiso cuando quiso. Sé que se fue cuando entendió que no podría dar clases o que necesitaría ayuda extra para escribir sus columnas.

Siempre lo dijo “nunca me voy a pensionar, me pensiono cuando me muera. Porque sin mis clases, sin mis estudiantes y sin escribir me muero”. Y así fue.

Agradezco en primer lugar a mi familia por el apoyo en estos días. A mi mamá, hermanos, tíos y primas, porque el dolor nos unió y nos da fuerza. A mi esposo que me ayudó a pilotear el barco y quien era el polo a tierra de ambos. A mi cuñada Majito por su cariño, complicidad y por quedarse conmigo en la peor semana de mi vida.

A Fanny, Jhon, Marisela, Rubén, Liliana, Luz, Rosa, el doctor Juan González, el doctor Salvador Mattar, y a los doctores y enfermeras de la clínica la Misericordia, por ir más allá del deber; darle amor, esperanza y consuelo.

Al Vicerrector Álvaro González, a mi querida Rafaela Vos, al decano Dalín Miranda, a nuestro estimado Laurian; y en general a los miembros del grupo “Amigos de Milton”, por sus mensajes diarios, por ayudarnos a solucionar la logística de su atención en salud, por sus fotos, videos y preocupación constante. Les agradecemos infinitamente.

A sus estudiantes. A los primíparos y egresados, a los que ahora son docentes, escritores, historiadores, rectores, decanos, maestros. Gracias por los cientos de mensajes, por las anécdotas, por el homenaje, por la velatón. Siempre que lo recuerden su legado vivirá, por favor no lo olviden.

Me quedé con sus libros en la mesita de noche, un esfero marcado con su nombre y su perrita Marie Curie. Y mientras escribo estas palabras resuena en la cabeza la canción que sonó en sus exequias, y que fue la última que compartimos en vida:

“(…) Vivir, con el alma aferrada, a un dulce recuerdo que lloro otra vez”.

Te amaré siempre, papi